Vivimos en un día a día frenético desde que somos padres. Y desde que somos padres de dos, aún más. Si eres padre de hijo único tienes la sensación de que todo va muy rápido, pero puedes sufrir disfrutar muchas situaciones que protagonizan los más pequeños de la casa. Si eres padre de más de uno (supongo que la velocidad se acentúa exponencialmente cuantos más niños hay), el sufrimiento disfrute de estas situaciones parece que aún es más efímero.
Un día, de repente, te paras a pensar y te das cuenta que el bebé ya no vomita al comer o que hace muchos días que no babea. Otro día te percatas que el pequeñajo ya no necesita ayuda para mantenerse sentado e, incluso, se levanta solo cuando se cae hacia atrás o está tumbado, o que la torpeza (propia de su edad) que tenía cenando para coger la comida con sus diminutas manos ha pasado a ser una habilidad y una rapidez digna de admiración.
Muchas de estas situaciones ocurren prácticamente sin que uno se dé cuenta. El ritmo frenético que llevamos en nuestras vidas nos arrastra y algunas de esas cosas que hacen los bebés (y los no tan bebés) con el tiempo desaparecen. Es conveniente pararse un momento para darse cuenta de que esa niña que antes se despertaba mínimo una vez por noche ya ha dejado de hacerlo y ahora es muy raro que la escuches (qué rápido se acostumbra uno a que no haya despertares...), o que de repente, la ya no tan pequeña llega a un interruptor que antes no estaba a su alcance o es capaz de encender la ducha del vestuario del gimnasio cuando antes necesitaba nuestra ayuda.
Vivir esto es inevitable, pero desde que me he dado cuenta de lo rápido que pasa todo intento fijarme mucho en estas situaciones a las que no damos importancia y que nos enseñan cómo van avanzando nuestros pequeños en su vida.
Te animo a que observes a alguno de tus hijos en su día a día; verás como hace nada que algo que no podía hacer ya no es impedimento.
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